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Historia de Lucky


Yo acababa de independizarme y había adoptado a Luca. Yo era sólo una chica a la que le gustaban los perros. Una compañera del trabajo me contó la historia de Luqui. “Una amiga que es voluntaria en una prote tiene una vecina que tiene al perro todo el día encerrado en el balcón. Resulta que su hijo enfermó hace unos años y desde entonces allí está el perro día y noche. Dice que los médicos le han dicho que igual es el perro el que hizo enfermar al niño, pero vamos, que para tener así al perro ¡mejor que lo de!”. Dijo que su amiga y ella le estaban buscando una familia. Al cabo de unas semanas mi compañera me vino a buscar alterada: “¡Tía! Que han llevado al perro a la perrera. ¡Que lo sacrifican en diez días!

Ayúdame a hacer un cartel. Y tú que vives sola y te gustan los perros ¿no lo puedes tener hasta que le encontremos una familia? ¡Tía! ¡Que lo matan!”. Sacó una foto de un cachorro peludo. “Pero ¿el perro no tiene ya como cinco o seis años?” le pregunté.

Una perrera es uno de los sitios más tristes que he conocido. Era gris. Literal y metafóricamente. La persona que estaba al cargo era huraña, era más que evidente que no le apasionaba su trabajo. Cuando le dije qué perro venía a buscar me dijo “¡Usté’ sabrá lo que hace! Ese perro es agresivo”. Nos condujo a lo largo de un pasillo con puertas metálicas a un lado. No podías ver a los perros a través de ellas, pero sí escucharlos. Ladridos, lloros, aullidos. Sin saber nada de perros el mensaje era claro: desesperación, miedo, nerviosismo, resignación. Todo eso lanzaban al aire para quien los quisiese escuchar. Abrió la parte superior de la puerta y pude ver a Luqui por primera vez. Empapado, con su largo pelo sucio y chorreando agua, lanzando un “guau” desesperado, con la cadencia de una gota que cae una y otra vez sin parar. Sus ojos desorbitados me miraban con una mezcla de ruego, resignación y miedo. Miré al empleado con desdén consciente de que él era el culpable de que Luqui estuviese empapado. ¡Valiente humano armado con una manguera! Su respuesta fue abrir el chenil. Apenas unas palabras amables y bienintencionadas hasta dar con la clave: “Luqui ¡a la calle!”. Se calló, le puse el collar y la correa y salimos de allí.

Primeros días en casa.

Los primeros meses fueron duros. Luqui no bebía agua del cuenco, sino de la taza del váter. Gruñía si pasabas cerca de su cuenco mientras comía, incluso llegó a atacar a Luca un par de veces. Cuando salíamos a la calle, tiraba con mucha fuerza y desesperación hasta llegar a la calle, meterse entre los dos primeros coches que encontrábamos y aliviarse haciendo pis y caca casi a la vez. Después jadeaba y me miraba aliviado. Parecía sorprenderse de no volver a casa inmediatamente después. Dábamos varios paseos al día, algunos más largos que otros, pero desde luego aquello era algo a lo que Luqui no estaba acostumbrado y me miraba abrumado con frecuencia. Una vez, nada más salir de casa, nos cruzamos con un hombre ebrio y Luqui se abalanzó hacia él, se puso de pie con las patas delanteras sobre el pecho del hombre y le ladraba en la cara. Me quedé helada. Pegué un tirón, pedí disculpas al hombre y seguí mi camino. Era un perro fuerte a

pesar de que venía desnutrido. Tener ese manto largo y abundante lo ocultó en un primer momento, pero cuando lo bañé por primera vez y toqué sus huesos con las manos me entristecí mucho pensando en el hambre que habría pasado. Sin embargo, era necesario ayudarle a controlar esos impulsos. Por muy mal que lo hubiese pasado algo había que hacer al respecto.

Estaba de pie en la cocina, con el cuenco con su comida en una mano y la fregona en la otra. Me repetía a mí misma: “Eres Cleopatra, reina de un imperio. Eres bella y poderosa”. Bajaba el cuenco lentamente y si Luqui se movía hacia él lo volvía a subir y adoptaba mi pose de Cleopatra. Volvía a bajar y subir el cuenco hasta que Luqui dejaba de querer ir hacia él. Cuando por fin el cuenco llegaba al suelo yo volvía a adoptar mi pose de reina de Egipto con mi fregona como cetro y, si Luqui quería coger la comida, interponía la fregona entre él y

el cuenco. Después de que me mordiese dos veces y partiese un palo de fregona de un solo mordisco decidí que las enseñanzas de El Encantador de Perros no eran suficiente.

Decidí apuntarme con mi perro Luca, que tendría unos ocho meses, a unas clases de adiestramiento y luego aplicar lo aprendido con Luqui para “solucionar sus problemas” y así aumentar las posibilidades de encontrarle una familia definitiva. Un día quise enseñar a Luqui a tumbarse tal cual lo había aprendido con Luca en clase: pisas la correa y tiras de ella hacia arriba, a modo de polea, para que tu perro baje la cabeza y termine tumbándose. Luca lo había aprendido muy rápido, apenas en dos repeticiones, de modo que pronto bastaba con tirar suavemente hacia abajo de la correa y él se tumbaba. Pero con Luqui no fue así. Yo tiraba y él se negaba a tumbarse.

Yo tiraba más fuerte y él tiraba más para mantenerse erguido. Aprendió que sentado era imbatible; por más que yo tirase él se enrocaba en esa posición y no había forma de que cediese a la tensión y se tumbase. Yo desistía, daba por terminado el entrenamiento y Luqui iba tranquilamente, con sus andares de oso, a tumbarse en su rincón. Pensé que tras varios entrenos lo conseguiría. Así que insistí. Mientras yo tiraba de la correa y él se mantenía firme, un día me percaté de que me sostenía la mirada. No era una mirada retadora, ni siquiera una mirada de miedo, angustia o desesperación. Era una mirada de determinación. Entonces comprendí que aquello era un sinsentido. Él no se doblegaría y yo no quería que lo hiciese. Comprendí que podría persistir en someterlo, pero el precio era pasar de ser Cleopatra a ser Elphaba, la bruja mala del Oeste. Forzar a un ser hermoso contra su voluntad y pagar el peaje de utilizar oscuras artes no podía ser el camino.

Apenas nadie había llamado para interesarse por Luqui. Las chicas de la protectora cada vez parecían menos implicadas y los días, semanas y meses pasaban. Yo iba a trabajar por las mañanas y al llegar a casa Luqui y Luca me recibían felices. Luca siempre con un juguete en la boca. Luqui con más aplomo, se acercaba lentamente, le daba un par de caricias y se volvía a su sitio. Con los meses, Luqui empezó a mostrarse como un perro sereno y apacible. Ya no tenía esas explosiones de ladridos a desconocidos en la calle, ni se abalanzaba sobre la comida, ni mordió nunca más a Luca o a mí. De hecho, Luca y él congeniaron fenomenal. Jugaban juntos en la calle y en casa, compartían juguetes y, a medida que Luqui fue ganando los kilos que le faltaban y dejé que tuviese su espacio y la calma necesaria para comer, la comida dejó de ser un problema. Luqui era muy paciente con Luca. Jugaban en casa a “cachorrear” como yo lo llamo y cuando Luqui se cansaba y Luca quería seguir, sencillamente se tumbaba y lo ignoraba. Recuerdo que en una ocasión Luca intentó “convencer” a Luqui de seguir jugando, agarrándolo con la boca por el collar blanco de pelo y arrastrándolo a lo largo de todo el salón. Luqui se dejó arrastrar, tumbado, sin inmutarse, relajado, con esa expresión de determinación que le caracterizaba, hasta que Luca se dio por vencido. Tenía una templanza admirable. Yo le observaba en el parque: cuando varios perros se ponían muy nerviosos y empezaban a jugar con demasiado tumulto, él, tranquilamente, se acercaba con sus andares ursinos y se plantaba en medio sin hacer nada más. Los ánimos se calmaban, los perretes se sacudían y todos volvían a sus cosas como si las cartas se mezclasen y repartiesen una nueva mano.

Descubrí que confiaba en Luqui. Tras meses de convivencia y de observar lo que hacía en distintas situaciones comprendí que era un perro increíblemente fuerte; no físicamente, que también, sino emocionalmente. Recordaba de dónde venía y cómo reaccionaba los primeros meses y me parecía increíble que él solo se hubiese rehecho de esa manera. Me ponía

en su piel y pensaba que yo, humana, me hubiese regodeado en mi desgracia, hubiese culpado al mundo, hubiese cultivado el resentimiento y el odio por que la vida y la gente me hubiesen tratado tan mal. Y ahí estaba él, sereno, tranquilo, resiliente, equilibrado; disfrutando de una nueva etapa en su vida, de su nueva familia, sus paseos y su cama, aunque siempre prefirió el suelo. Cuando paseábamos sin correa, él siempre estaba pendiente de Luca y de mí. Vigilaba a cualquier extraño que se nos acercase y lo seguía con la mirada hasta que se alejaba. Luqui nos cuidaba. Cogí el teléfono y marqué el número. “No busquéis más. Lucky se queda.”

Lucky nos regaló seis maravillosos años de su vida. Cambió mi forma de ver a los perros y me puso en el CAMINO adecuado. Me hizo consciente de que ahí hay seres vivos que piensan y sienten, que deciden, que moldean su carácter a través de las vicisitudes de la vida, se adaptan, se caen y se levantan, que aprenden, se comunican, reciben y dan. Sobre todo, dan. No se guardan nada.

En su último mes de vida descubrimos que tenía tumores cerebrales inoperables. En su última semana tuvo varios ataques epilépticos y decidí dormirle el 4 de julio de 2011 con en corazón encogido, pero con la determinación, que él me había enseñado, de no prolongar su agonía. Fui muy afortunada de encontrarle en el camino y compartir un buen trecho con él. Sus enseñanzas siempre van conmigo.

Esta foto está hecha el 3 de julio de 2011. Tener que escribir su historia después de tanto tiempo me ha obligado a visitar lugares lejanos, escarbar en la memoria y entre miles de fotos. He podido rescatar varias, como esa primera foto suya de cachorro que pensé que no conservaba y ésta última del día antes de su marcha.


Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

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